Desde los primeros
tiempos de la Iglesia, se meditaba en el costado y el Corazón abierto de Jesús,
de donde salió sangre y agua.
De ese Corazón que, por
amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados, nació la Iglesia, y
por ese Corazón se nos abrieron las puertas del Cielo.
Todos los cristianos
tenemos un doble deber con el Sagrado Corazón del Señor:
Uno, de acción de gracias
por las maravillas del amor que Dios nos tiene: “mas la prueba de que Dios nos
ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros”
(Romanos 5, 8), y... Dos, de reparación,
porque este amor es mal o poco correspondido, incluso por quienes reconocemos
que tenemos tantos motivos para amar y agradecer.
El culto al Sagrado Corazón recibió un
especial impulso por la devoción y piedad de tantos y tantos santos a quienes
el Señor mostró los secretos de su Corazón amantísimo, y les movió a difundir
esta devoción y a fomentar el espíritu de reparación.
El Corazón de Jesús es fuente y
expresión de su infinito amor por cada hombre, sean cuales sean las condiciones
en las que se encuentran.
Nadie nos ha amado más que Jesús,
nadie nos amará más. Me amó -decía San Pablo- y se entregó por mí (Gálatas 2,
20), y cada uno de nosotros puede repetirlo. Y el Señor dijo: “Alegraos
conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido” (Lucas 15, 6).
El Corazón de Jesús amó como ningún
otro, experimentó alegría y tristeza, compasión y pena: se llenó de alegría,
dice San Lucas (Lucas 10, 21) con el pequeño éxito de los Apóstoles en su
primera salida evangelizadora; y llora, cuando la muerte le arrebata un amigo
(Juan 11, 35).
A Jesús no le era indiferente -no lo
es ahora en nuestro trato diario con Él- el que unos leprosos no volvieran a
darle las gracias después de haber sido curados (Lucas 17, 11-19), o las
delicadezas y muestras de hospitalidad que se tienen con un invitado, como le
dirá a Simón el fariseo (Lucas 7, 44-47).
Adoremos el Corazón Sacratísimo de
Jesús. El meditar en el amor que Cristo nos tiene, nos impulsa a agradecer
muchos tantos dones, tanta misericordia inmerecida que nos da.
Y al ver cómo muchos viven de espaldas
a Dios, y que nosotros no somos todo lo fieles que Él merece, vayamos a su
Corazón amantísimo y pidámosle perdón, por ellos y por nosotros; allí
encontramos la paz, fruto del Espíritu Santo.
Y muy cerca de Jesús, está su Madre,
nuestra Madre. Ella es la imagen de la Iglesia, templo del Espíritu y modelo de
todos los cristianos por la humildad con la que recibió, amó y sirvió al Señor.
Meditemos también, por lo tanto, en el
inmaculado corazón de María, a fin de participar de su entrega a Dios.
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